Por Dominga Valdez

La estación del tren estaba con algunas personas a sus alrededores, un sol caribeño azotaba a los que esperábamos nuestra ruta rumbo al pueblo de Río Piedras.

La rubia mujer se acercó a todos, hice un espacio para ella en el duro banco de hierro, se sentó justo a mi lado, sonreía sin ganas, yo respondía sus gestos con mi sonrisa amistosa.

Inició una conversación preguntando
¿Hacia dónde vas?
-Para Río Piedras, contesté.
Un silencio breve y empezó a llorar, los demás miraron y otra persona le acarició su pelo, lloraba más entonces.

Presté mis oídos sin conocerla siquiera, para escucharla, es tan saludable hacerlo.
Ella rápidamente contó sus angustias, la escuchábamos atentos, nadie pronunciaba palabras, nos mirábamos uno a los otros también sin conocernos.

Hizo un recuento detallado de sus pesares, un hijo desaparecido en el mundo de las drogas y un marido que pide el divorcio, el banco de hierro nos acercaba evitando nos diera el sol que nos quemaba los piés y mientras llegaba la Metrobus I, mi guagua surgió poco movimientos de personas hacia distintos puntos incluyendo a San Juan y rumbo a la estación Sagrado Corazón.

Estación del Tren, San Juan, Puerto Rico

No pronuncié palabras, me limité a ser receptora simplemente como si le conociera de siempre, como aquella amiga del ayer.

Sus uñas estaban pintadas de rojo vino con brillo y bien vestida se veía, mis ojos miraban las facciones de aquél rostro blanco con patas de gallinas y sombras verde en sus palpados.

Llegó mi guagua esperada, la dejé pasar pues entendía que sus narrativas me enseñarían algo como ser humano, como madre, mujer, migrante y en mi rumbo a ser escritora.
Precisamente, aprendí que amar al prójimo es solidaridad de un abrazo en el momento oportuno.

Hoy ella me reconoció en la sala de espera de un médico y me preguntó
¿Me recuerdas?
La miré y volví abrazarla, estaba diferente, alegre, bella con luz en su rostro hermoso y cabello dorado, conversamos tópicos agradables sin yo recordarles aquél día donde decía que deseaba morir y tomó una guagua cualquiera para caminar llorando y sin rumbo, según me contó.

-Eso es pasado, dijo con voz segura, no entrecortada y con llanto como ese martes caliente.

Sus instintos suicidas de aquella tarde en la parada del tren, no fueron realidad porque en algún momento de nuestras vidas, solamente ameritamos ser escuchados, sin interrupciones, sin ser juzgados.

Un abrazo oportuno, salva tantas vidas.
Planificamos juntarnos una tarde y compartir sus buenas nuevas, quizás ella ese día escuche mis historias, todos las tenemos, todos las arrastramos como cadenas, todos cargamos mochilas de dolor opacas por el trajín cotidiano.

Estampas reales de las calles de Puerto Rico.