Donald Trump, Presidente de Estados Unidos / ©Cordon Press

Es la «gente de países de mierda» la que alimentó el sueño de la libertad y la búsqueda de la felicidad. Lo único que ha cambiado en esa historia es el color de piel de sus protagonistas.

Por Javi Sánchez  – 12 de enero de 2018 / 9:22 pm

Estimado presidente Trump:

Basta. Basta de intentar romper lo que siempre fue su país. Basta de empujar a los desfavorecidos unos contra otros. Basta de cargar contra estadounidenses en todo excepto en un papel. Basta de alimentar el odio de algunos de sus votantes. Basta de racistocracia. Basta de ignorar la historia de Estados Unidos.

Cuando hace unas horas ha destrozado un acuerdo sobre inmigración en el que republicanos y demócratas coincidían, lo ha hecho además recurriendo al insulto. A la vulgaridad. A la ignorancia extrema. A la caricatura: «¿para qué necesitamos a gente de países de mierda?».

Porque son la gente que hizo grande a América en su momento, la base de su campaña.
Ser presidente es, aunque no le guste, reflexionar. Pensar el problema antes de proferir soluciones. Es, por ejemplo, ser consciente de que cuando pide inmigrantes «noruegos» en vez de latinoamericanos, está insultando a todos. A los noruegos actuales -cuya inmigración a EE.UU. no llega a las 50.000 personas, porque para qué-, y a los antepasados de los casi 5 millones de estadounidenses que hoy descienden de noruegos.
Noruega también fue «un país de mierda».

Inmigrantes noruegos en Dakota del Norte – Dominio público

Lo fue en el siglo XIX, cuando las cosechas fallaron y una primera oleada de noruegos desesperados embarcaron por encima de sus posibilidades en viajes de pesadilla. En busca de algo mejor. De comida. De una tierra en la que plantar. De una casucha y una ruta hacia el Oeste en un país hostil y extraño. No fueron sólo los noruegos: alemanes, daneses, suecos, finlandeses…

Todos los países a los que hoy desde el sur de Europa miramos como ejemplo pasaron por ahí: todos fueron países de mierda de los que huir. En busca de algo mejor.
Hoy 200.000 salvadoreños y 59.000 haitianos son los que se llevan el hacha presidencial. Con saña. Con el mismo rechazo que tuvieron un millón de irlandeses cuando llegaban en barcos-cementerio a la Isla Ellis. A ser despreciados e insultados y procesados en lote después de pasar semanas viendo morir a sus compatriotas.

Los europeos que huían no eran las «masas sedientas de libertad» de la Estatua de la Libertad. Eran muertos de hambre. Eran analfabetos, eran granjeros, eran delincuentes, eran obreros, eran los que a golpe de martillo sembraron el país de ferrocarril, eran buscadores de oro, eran improvisados pioneros muriendo de disentería camino a Oregon -muriendo de mierda, literalmente, mientras buscaban el Destino Manifiesto-.

Eran blancos y rubios y pelirrojos y tenían los ojos claros y venían de países de mierda. Y construyeron la gran superpotencia del siglo XX. Presidente, no puede pedir «noruegos», porque no son la solución a los problemas de América.

El 66% de sus inmigrantes ilegales tiene trabajo. Los soñadores a los que tanto desprecia -y sospecho que lo hace sólo porque fue Obama quien quiso regularizarles- se han criado en Estados Unidos desde que eran niños. Los jueces lo dicen. El 80% de la opinión pública -es decir, casi el mismo porcentaje de gente que no le eligió presidente- lo dice. Los líderes de 100 de las grandes corporaciones estadounidenses lo dicen: Estados Unidos necesita a los soñadores, a los inmigrantes, a los trabajadores.

De hecho, el presidente de Estados Unidos debería saber que ahora mismo el grueso de la inmigración en Estados Unidos llega desde el sudeste asiático, no desde los países de habla de hispana. Cargar contra esos grupos suena demasiado cercano a un nuevo racismo, uno en el que no se piensan las causas ni las consecuencias. Uno dirigido a alegrar a esos blancos desposeídos que se creían dignos de todo, y ahora sólo tienen odio. De los que el sociólogo Michael Eric Dyson contaba al hablar de la concentración racista de Charlottesville:

«Si no pueden beber de la copa del beneficio económico que sí prueban las élites blancas, por lo menos pueden sorber lo que resta de una ideología del odio: al menos no son negros. El reconocido académico W. E. B. Du Bois llamó a este supuesto sentido de superioridad el “salario mental de los blancos”. Y es que en alguna ocasión, el presidente Lyndon B. Johnson dijo lo siguiente: “Si puedes convencer al hombre blanco del nivel más bajo de que es superior al mejor hombre de color, no se dará cuenta de que le estás saqueando el bolsillo. Es más, dale algo que pueda menospreciar y vaciará él mismo sus bolsillos por ti”.

Republicanos y demócratas habían encontrado una solución trabajada e imperfecta a un drama humano que afecta a decenas de millones de inmigrantes. Una forma de cumplir sus deseos como presidente de expulsar a seres humanos, separar familias y tratar a los niños de la inmigración como criminales voluntarios. Republicanos y demócratas, que para pocas cosas se juntan, habían negociado esa solución imperfecta, algo humana, para evitar que Estados Unidos se convierta en un país de mierda.

Pero prometió en su campaña «hacer América grande otra vez». Y América se hizo grande asi: recibiendo a todos los que sus países no querían. Abriendo los brazos a millones de personas que (a veces en apariencia y a veces de hecho) eran lo peor de cada casa. Todos hicieron América suya. Como español, me resulta fascinante el sentido patriótico y de pertenencia que todo estadounidense alberga. Con apenas tres siglos de historia a sus espaldas.

Estados Unidos tiene un genocidio a sus espaldas, un historial de racismo, una guerra civil por el único motivo que merece la pena, una tensión eterna entre el bien y el mal. Cuesta acostumbrarse a que ahora haya ganado el mal. La peor versión del mal.

Pero en cada visita a Estados Unidos lo que más quería para mi país era lo que veía en las calles de sus grandes ciudades: todo el planeta caminando bajo la misma bandera. Hijos de todo el mundo haciendo suya una nación todavía joven. Romper eso por y para un puñado de racistas es, desde fuera, un crimen mayor que la ignorancia, la vulgaridad y la escasa talla que demuestra cada día en la oficina, presidente.

Porque es convertir la idea de Estados Unidos de América en la peor versión de sí misma: en la idea de un país de mierda.

FUENTE:  VANITY FAIR

Enlace original : http://www.revistavanityfair.es/actualidad/articulos/trump-inmigracion-paises-de-mierda/28308