José Luis Taveras

El COVID-19 no solo ha mostrado su fornido músculo contagioso, también ha revelado inéditos relatos. Uno de ellos es su ingenio para desmitificar creencias, algunas presumidas como dogmas, otras bajo sospechas. Y es que en momentos de apremios todo retorna a su verdadero tamaño. Por eso he dicho, con sádica franqueza, que las tragedias atesoran grandes virtudes. La más cruelmente bondadosa es “decir la verdad”: ninguna adversidad habla mentira. Su sinceridad suele ser fría y brutal. Más que lecciones, dejan sentencias. Creo que, cuando volvamos a respirar, recogeremos una por una sus moralejas, las que empiezo a compilar en la quietud del “cautiverio sanitario” de estos días.El primer mito derribado es la lógica del armamentismo global. Este virus ha replanteado la razón de millonarias “inversiones” en armas sofisticadas y de destrucción masiva, poniendo en carpeta opciones “alternas” para países que, sin ser potencias nucleares, pudieran conseguir efectos equivalentes por medio de ensayos virales con propósitos bélicos. El COVID-19 abre así perspectivas inopinadas para una nueva era de terrorismo bacteriológico y su arma más letal: el pánico. Sospechar que este virus, con una tasa de letalidad tan baja, ha estremecido la economía global, es para imaginar el cuadro apocalíptico de una pandemia con otras fortalezas.

Ya el terrorismo mundial empieza a pensar perversamente.En menos de tres semanas los mercados financieros del mundo colapsaron, el Dow Jones tuvo su peor jornada desde 1987 y se hundió en un bear market, la fuga de capitales ha sido incontenible, la devaluación de las monedas frente al dólar ha tocado techo, y ni hablar de la amenaza cada vez más creciente de una depresión global. El coronavirus ha logrado detener la actividad económica del planeta al punto de que lo que hace unos meses se perfilaba con un crecimiento superior al 3 % se ha traducido en un retroceso próximo al 2 % negativo.Hace unos días no pude contener la risa cuando leí, sin creérmelo, que el presidente Trump regateaba con el gobernador Andrew Cuomo, de New York, la cantidad de ventiladores que debía entregar como ayuda federal al Estado; el gobernador pedía 30 mil dispositivos respiratorios y la Agencia Federal para las Emergencias (FEMA) apenas entregaba 400. En mi asombro pensé cómo un país con un presupuesto militar de 738 mil millones de dólares estaba racionando el gasto en esta emergencia. Una paradoja que solo cobra algún sentido en la racionalidad delirante del capitalismo.

Otra de las verdades iluminadas por el COVID-19 ha sido la fragilidad de los sistemas sanitarios del mundo a pesar de los presupuestos dispuestos por los gobiernos para atenciones más dispendiosas. Hoy, hospitales de España, Italia y otros países europeos han sido desbordados por las demandas de servicio y la insuficiencia de equipos, salas, pruebas, medios, personal y hasta protocolos. No muy pocos responsabilizan de estas limitaciones a los recortes presupuestarios derivados de la crisis financiera. En el caso de España, los recortes desde el 2009 andan por el orden de los 7600 millones de euros. Pero, desde una perspectiva más estructural, el problema está asociado a los modelos económicos. Y es que las reformas institucionales de la mayoría de las economías latinoamericanas han propendido a la privatización de los servicios de salud y de seguridad social a favor de oligopolios que imponen sus condiciones a las administraciones sanitarias. En América Latina la seguridad social, siguiendo predominantemente el modelo chileno, está en pocas manos privadas. La prestación de la salud, más que un servicio público, es un negocio donde el Estado es apenas un extraño. El COVID-19 amenaza con reabrir una discusión cerrada: el control del sistema de salud. Y es que los cuadros de inequidad que ha evidenciado esta realidad motivan a reflexiones. Mientras el sistema operado por la iniciativa privada es bueno pero incosteable, el del Estado es terriblemente deficiente frente a un régimen de seguridad social manejado por empresas privadas y sin cobertura universal. El COVID-19 confirma igualmente la farsa del crecimiento económico en la vida real de la gente, y en eso los dominicanos podemos dar cátedras primorosas. La República Dominicana es de los pocos países del planeta que han exhibido una de las tasas más altas de crecimiento durante los últimos cincuenta años; sin embargo, es el décimo del mundo y el tercero de América Latina que menos las ha aprovechado para mejorar la salud y la educación. El sistema sanitario no solo es una afrenta, sino que excluye de sus beneficios al sector informal de la economía (más del 50 %); trabajadores que, por la naturaleza de su prestación, no pueden acceder a la seguridad social. Es muy probable que encabecemos la mortalidad del COVID-19 en América Latina (de hecho, hoy somos el segundo país de la región), condición ineludiblemente asociada a las precariedades de un sistema sanitario abandonado frente a una seguridad social sin respuestas.El COVID-19 también ha revelado el macabro episodio de una gran tragedia social: la corrupción. Y es que cada muerte que aporte la pandemia será abonada a una historia de dispendio, endeudamiento, malversaciones e impunidades. Cuando la gente vea morir impotente a un familiar cercano por falta de atención, medicina, sala o instrumental; cuando haya cumplido con la cuarenta religiosamente y el Estado no sea capaz de retribuir a cambio con lo que le corresponde; cuando vea la atención desigual a favor de los pacientes vinculados al poder; cuando se desgarre en la espera de una prueba que nunca llega a pesar de la fiebre; cuando empiece a sentir que el valor de la vida se disuelve en una cifra estadística, entonces empezará a entender, en la intimidad de sus convicciones, la relación causal entre la corrupción pública y un sistema de salud que nunca funcionó.

Entonces saldremos con otra conciencia, eso sí, comprada a precio de muerte.Pero por sobre todas las cosas el COVID-19 ha templado el carácter solidario de un pueblo bondadoso que empuja su determinación para construir el futuro que siempre ha merecido, a pesar de las circunstancias. ¡Dios nos bendiga!