Camila García Durán

Fuente: somospueblo.com

 

Por Camila García Durán

Miami; Fl.- Siempre que ocurre una desgracia conviene analizar las cosas desde el principio. Lo que inició en mayo pasado con la denuncia de una mujer de Delaware (E.U.) en Facebook, donde alegaba ser víctima de un brutal ataque en un hotel de República Dominicana, se convirtió en la hecatombe de un país completo gracias a la parcialidad de los medios anglosajones y la imparable capacidad vírica de las plataformas sociales.

Los noticieros estadounidenses, conscientes del valor metálico de un titular jugoso y una delación similar a las del “#MeToo”, no tardaron en hacerse eco del caso, propagando la incongruente historia de Tammy Lawrence-Daley mediante entrevistas al estilo “píchamela suave para yo batearla”.

Como el cuento del huevo y la piedra, sumado a todo lo que puede esperarse de una sociedad gobernada por gente de mentalidad abiertamente eugenésica, a partir de ahí despegó la vorágine de un movimiento al que los gringos han apodado “BoycotDominicanRepublic”, cuya mecánica se basa en publicar anécdotas trágicas de turistas estadounidenses en “la isla misteriosa”.

Las historias de Yvette Sport, Miranda Schaup-Werner, Nathaniel Holmes y Cynthia Day, comprenden desde envenenamiento por ingesta de cloro, como el caso de Awilda Montes en La Romana, hasta edemas pulmonares, fallos multiorgánicos por septicemia, ataques cardíacos por sobredosis de narcóticos o anomalías congénitas, como establecen las autopsias de David Harrison y Robert Wallace fallecidos en Hard Rock Hotel y Casino en Punta Cana.

Mientras al norte resulta sospechoso el deceso de los vacacionistas por “causas misteriosas similares” en un periodo relativamente corto, al otro lado del charco lo que levanta suspicacia es que los difuntos o sus relativos hayan tardado tanto en querellarse, que compartan nacionalidad y ciegamente le achaquen la culpa al país, sea cual fuere el resultado de los exámenes post-mortem.

Ante la parsimonia de las autoridades locales competentes, en nombre del rigor periodístico y en auxilio de un pueblo incapaz de defenderse (no por falta de voluntad, pero por limitantes del idioma) analizamos las estadísticas que, en este caso, no han sido tergiversadas y cuyas cifras funcionan como lenguaje universal.

De acuerdo a un reporte del Departamento Estatal de Asuntos consulares norteamericano, en los últimos 13 años, un promedio de 827 estadounidenses han muerto en el extranjero por causas no naturales cada año. Para poner la cifra en contexto, 80 millones de estadounidenses viajaron al extranjero en 2017.

Según el mismo informe, entre enero del 2017 a diciembre del 2018 en República Dominicana han fallecido un total de treinta estadounidenses por causa no naturales (suicidios, homicidios, accidentes de tránsito, ahogamientos…). Cifra que puede considerarse ínfima frente a los 4,311,482 norteamericanos que recibiéramos en el mismo período, según puede apreciarse en los datos del Banco Central Dominicano.

Si hacemos una analogía con el retroceso en el historial de derechos humanos de Estados Unidos, tanto en su país como en el extranjero, República Dominicana es en este caso el preso inocente, ese individuo perteneciente a una minoría racial con el perfil perfecto para implantarle la evidencia, manipular las pruebas y condenarlo por un crimen que nunca cometió.

Así como su sistema policial y judicial lleno de lagunas, al parecer los reporteros Yankees se han hecho expertos en acomodar la evidencia según su conveniencia, valiéndose de resultados preliminares como “prueba contundente” para sustentar sus argumentos, pero calificándolos de “no concluyentes” cuando la bola pica de este lado.

Una investigación reciente del Pew Research Centre reveló que el 50% de los estadounidenses adultos ven las noticias falsas como uno de los problemas más perjudiciales para la sociedad, puesto que provocan total desconfianza tanto en el gobierno, como entre los mismos ciudadanos, e impide que sus gobernantes cumplan objetivos.

“Creo que el periodismo es resueltamente independiente, inamovible por orgullo de opinión o codicia de poder, es constructivo y tolerante, pero nunca descuidado, tiene dominio sobre sí, y es paciente y respetuoso para con sus lectores”,  plantea un fragmento del cuarto mandamiento de Walter Williams en su Credo del Periodista (The Journalist’s Creed) publicado en 1905. Al parecer, la declaración ética de siete párrafos que hoy cuelga de las paredes del Club de Prensa en Washington D.C. sirve más bien de adorno.

El desastre ético de los medios estadounidenses (que es más bien un fenómeno mundial), no sólo alcanza a la información política. CNN y Fox News convirtieron, por ejemplo, a la temporada de huracanes en un espectáculo trágico que puede observarse tranquilamente desde la comodidad del hogar. Y si no hay catástrofes naturales, entonces anuncian sus ya habituales tiroteos masivos como si se tratase de la gira de un gran circo de los Ringling Brothers.

Haciéndose de la vista gorda ante los efectos colaterales que conllevan sus puntos de vista selectivos y tendenciosos, las recompensas monetarias seriamente abultadas continúan seduciendo a los magnates de los medios a romper la fina línea que separa la sátira de la desinformación.

Tristemente el periodismo responsable, como lo conocíamos, se ha extinguido. Porque el motivo pasó de ser justicia a ser dinero. Porque la mayoría de los periodistas no quieren ser útiles, sino célebres.

En medio de esta crisis, de nada sirve demostrar que somos el paraíso todo incluido. Que somos dueños de las playas cristalinas, de la arena fina, del ritmo pegajoso de un “merengue apambichao”, de las propiedades afrodisíacas de la mamajuana, o la sabrosura de un plato de sancocho.

Ahora nos toca responder al odio con la calidez humana que nos identifica. Demostrar que seguimos siendo esa patria enana dispuesta a plantarse frente al mundo y que logra sobreponerse a todas las vicisitudes. Que somos un país chiquito, pero unido, donde podrá faltar cualquier cosa, menos coraje.